A estos estimados colegas quiero asegurarles que yo, con la mejor de las voluntades, intenté hacer mi parte. Por desgracia, mi inexperiencia en cuanto a la lectura de este tipo de documentos, junto con una acusada tendencia a impacientarme fácilmente (una falta de mi carácter que nunca he dejado de lamentar), me impidieron pasar del cuarto o quinto párrafo del programa que me propuse comentar.
Con toda honestidad, debo decir que yo no entiendo qué utilidad puedan tener, en el contexto de un escrutinio de esta naturaleza, unas declaraciones llenas -a mi juicio- de obviedades, lugares comunes, vacuas generalizaciones y buenos deseos de lo más abstracto.
Al final, me quedó la impresión de que, si yo hubiera tenido que elegir a nuestro próximo rector basándome en la evaluación del contenido de estos escritos, no me hubiera quedado de otra que aplicar mis (escasos) conocimientos de retórica para determinar cuál candidato profesa de manera más elocuente su compromiso con la modernización de la UNAM, sus labores de investigación, la igualdad de género y, por supuesto, la urgentísima necesidad de apoyar con mayor vigor a las humanidades.
En mi opinión, esta universidad no podría tomar una mejor decisión, en lo que respecta a la elección de sus más altas autoridades, que proceder de la misma manera que como lo hace a la hora de conferir grados, plazas y reclacificaciones: a través de concursos de oposición.
Así, y para empezar, los candidatos tendrían que demostrar, por medio de rigurosos exámenes, su conocimiento de la normatividad universitaria, su estructura burocrática y su historia. Mientras este proceso estuviera desarrollándose, una comisión dictaminadora externa tendría a su cargo la evaluación del desempeño académico y administrativo de cada candidato. Después, para terminar con esta primera etapa de selección, se identificaría a los cinco mejores promedios, y estaríamos listos para seguir adelante.
En la segunda etapa -de defensa, por decirlo así-, los candidatos se enfrentarían a dos pruebas. En primera instancia, se seleccionaría a cinco jurados ante los cuales los aspirantes tendrían que defender sus programas de acción. Hecho esto (y publicados los veredictos de los jueces y las minutas de las sesiones), se procedería a realizar un debate público entre los candidatos. Finalmente, se convocaría a los universitarios interesados (inscritos y egresados, es decir, cualquier ciudadano mexicano con un número de cuenta) a votar a favor del individuo de su preferencia.
Por último, un elemental procedimiento aritmético o, a lo más, un breve debate para ajustar tal o cual calificación parcial, bastaría para determinar el nombre del elegido.
Con todo lo utópica que pueda sonar esta propuesta, creo que hay forma de argumentar que tiene la virtud -al menos en potencia- de concederle un espacio razonable tanto a la calificación "numérica" como al juego político y la subjetividad -por ejemplo, en el momento de la selección de los jurados y la evaluación de estos-, y que, por esta razón, es una manera mucho más racional de elegir un rector, que el proceso opaco y casi por completo "político" que ha vuelto a confirmar en su cargo a José Narro, a pesar de su evidente incapacidad -demostrada al cabo de cuatro años de administración- para resolver los problemas más acuciantes de la UNAM.
Dejo a la consideración de mis amables lectores la evaluación de la pertinencia de proponer esta reforma, o, lo que es más probable, de la impertinencia de mis ingenuos proyectos; y sólo quiero terminar con esta reflexión: que un cargo como el de rector de la universidad debería serle conferido sólo a aquellas personas que pudieran demostrar, de la manera más convincente posible, que tienen la capacidad, la visión y la tenacidad para estar a la altura de tal responsabilidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Enójese pero no me pegue